viernes, 28 de noviembre de 2025

La Dama de Encajes y la Bruja de Batalla (29): El Juicio del Emperador Perfecto


 

La transición fue como sumergirse en miel tibia. No hubo un destello de luz ni un estruendo, sino una suave disolución de la realidad. Por un instante, fui consciente de mi cuerpo desintegrándose en hebras de información; al siguiente, sentí el peso de una pesada seda sobre mis hombros y el aroma a sándalo y a tinta vieja en el aire.

Estábamos en el pabellón de audiencias de un palacio imperial. La arquitectura era una exquisita sinfonía de madera oscura lacada, biombos de papel de arroz pintados con paisajes montañosos y farolillos de seda que proyectaban una luz suave y dorada. Un centenar de cortesanos, vestidos con túnicas de colores vivos, susurraban entre ellos, sus miradas divididas entre el gran trono de jade al fondo de la sala y nosotros.

Nos miré. Ya no éramos nosotras mismas, o no del todo. Mi pelo blanco y mis ojos verdes permanecían, pero mis rasgos se habían suavizado. Llevaba una elegante túnica de erudita, bordada con constelaciones. Mi comunicador de muñeca era ahora un brazalete de plata y jade. Valkyrie, a mi lado, era una imponente guardiana con una armadura laminar ligera, su cabello rojo recogido en una severa coleta de guerrera. Y el Golem... el Golem era la transformación más asombrosa. Su cuerpo de jade se había transmutado en la serena figura de un monje alto, con la piel del color y la textura de la piedra preciosa, vestido con una sencilla túnica azafrán. Su mutismo ya no era una condición, sino un voto sagrado.

Un nervioso chambelán de la corte se nos acercó, inclinándose profundamente. —Erudita de las Estrellas, Natalia. Guardiana Valkyrie. Venerable Monje —dijo, confirmando nuestros roles—. Su Majestad Imperial os agradece vuestra paciencia. El juicio del Príncipe Jiro comenzará en breve. Es un día aciago para el Trono del Dragón.

Nos condujo a un lugar de honor, desde donde teníamos una vista clara de la escena. En el trono se sentaba el Emperador. Era la viva imagen de la perfección: un rostro noble, una postura regia, una calma que parecía irradiar por toda la sala. Pero sus ojos... sus ojos contenían un océano de dolor reprimido. A sus pies, arrodillado pero con la cabeza alta y desafiante, estaba un joven que era casi su vivo reflejo, pero con una chispa de fuego rebelde en la mirada: el Príncipe Jiro. Y detrás del trono, en las sombras más profundas, sentí una presencia, una zona de oscuridad que parecía absorber la luz y la esperanza.

La primera fase de nuestro plan, el diagnóstico, había comenzado. Observamos un ciclo completo. El heraldo leyó los cargos: el Príncipe Jiro, en su búsqueda de "filosofías prohibidas", había desatado una plaga mágica que había devastado la provincia del sur. Escuchamos a los testigos. Vimos la evidencia. Y presenciamos el momento culminante.

El Emperador, con una voz que era la personificación del deber, pronunció la sentencia: exilio perpetuo a las Tierras Yermas, de las que nadie regresaba. Vimos el dolor en su rostro al condenar a su propio hermano, y la furia desafiante en el de Jiro al ser escoltado fuera. Y mientras lo hacía, la figura en las sombras tras el trono pareció crecer, volverse más sólida, alimentándose de la angustia del Emperador. Entonces, el mundo parpadeó, y estábamos de nuevo en nuestros asientos, con el chambelán acercándose para decir: "El juicio del Príncipe Jiro comenzará en breve."

El bucle era perfecto. Y terriblemente estable.

—Esto es ineficiente —le susurré a Val—. Repetir el mismo evento esperando un resultado diferente es la definición de la locura. El Emperador está torturándose a sí mismo. La decisión que tomó fue la única lógicamente viable para la supervivencia de su imperio. Necesita que alguien se lo demuestre.

Al comienzo del siguiente ciclo, aproveché mi papel. Solicité una audiencia con el Emperador antes de que se pronunciara la sentencia. Como erudita extranjera de renombre, se me concedió.

Me arrodillé ante el trono. La Sombra detrás de él pareció observarme con un interés helado. —Majestad Imperial —comencé, mi voz era calmada y razonada—. He estudiado la historia de mil imperios en mil mundos. Su dilema no es único. El precedente es claro: la ley debe estar por encima de la sangre para que un estado perdure. Su elección, aunque personalmente devastadora, es la encarnación del sacrificio de un verdadero líder. Es la única decisión correcta.

Presenté mi argumento como si fuera una tesis doctoral. Cité leyes, filosofía, historia, incluso matemáticas. Fue un discurso impecable, lógico y absolutamente irrefutable.

Y fracasó estrepitosamente.

El Emperador me escuchó, y por un momento, vi un atisbo de alivio en sus ojos. Pero entonces, la Sombra se movió. Se inclinó sobre el hombro del Emperador, susurrando con su propia voz, pero teñida de un dolor infinito.

"¿Correcta?" —la voz de la Sombra llenó la sala, aunque solo nosotros parecíamos oírla—. "¿Es 'correcto' dejar que tu único hermano muera de frío en un desierto, solo y olvidado? ¿Es 'lógico' que un imperio se construya sobre un corazón roto?"

La escena del juicio se desvaneció. De repente, estábamos en medio de un páramo helado. El viento aullaba. Ante nosotros, una figura solitaria y encapuchada tropezaba en la nieve. Era Jiro, exiliado, muriendo. La visión era tan real, tan cargada de miseria, que me cortó la respiración.

El Emperador gritó de angustia, agarrándose la cabeza. —¡Basta! ¡Tu lógica es una jaula de hielo! —me gritó, su perfecta calma destrozada—. ¡No sana la herida!

La visión se hizo añicos, y una violenta ola de energía temporal nos golpeó, arrojándonos fuera de la audiencia. Aterrizamos de nuevo en nuestros asientos de observadores, justo cuando el chambelán se acercaba por tercera vez. El bucle se había reiniciado, pero esta vez con más fuerza, el dolor del Emperador renovado por mi fallido intento de consolarlo con la razón.

Miré a Val, mi propia confianza hecha añicos. Había abordado el problema como una ecuación que resolver. Pero el alma humana no era una ecuación. Y acababa de descubrir, de la peor manera posible, que no se puede curar un corazón con un silogismo.

CONTINUARÁ...

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