DEDICATORIA: Permítanme, queridos lectores, que dedique este artículo a mi gran amigo José Manuel López Nicolás,
gran persona y enorme divulgador, lo que no quita para que no tenga ni
la menor idea acerca de la distinción entre fantasía y ciencia ficción.
¡Sauron, llévatelo pronto!
Yo una vez tuve un blog que se llamaba Física en la Ciencia Ficción. A lo largo de más de seis años y medio llegué a publicar la friolera de unos 450 artículos en los que, básicamente, pretendía divulgar una materia como la física empleando la ciencia ficción de las películas, las novelas o los cómics como mera excusa.
El blog nunca tuvo el éxito o la repercusión que yo pretendía, no sé exactamente por qué y las razones tampoco importan ni aquí ni ahora. Sin embargo, lo que sí guarda relación con lo que les quiero contar en este artículo, sin demasiadas pretensiones, es la influencia que un género tan peculiar como la ciencia ficción ha ejercido y probablemente sigue ejerciendo sobre las vocaciones científicas de muchas personas que han decidido enfocar su vida profesional hacia estos derroteros. Es por ello que se me ocurrió trasladar la siguiente pregunta a los más de 100 científicos y/o divulgadores de esta fantástica web de Naukas: ¿hasta qué punto ha influido la ciencia ficción en tu vocación?
Obviamente, no obtuve respuesta de todos ellos y me alegro, tengo que decir, porque de haberlo hecho, este artículo hubiese tenido una extensión insoportable a buen seguro. Así que, en los párrafos que siguen les mostraré algunas de sus opiniones y recuerdos (debidamente editados, pues los textos de estos personajes, en ocasiones, se mostraban excesivamente ricos en detalles; en otras, mi pluma e inteligencia no han sabido integrarlos debidamente, por lo cual pido disculpas a cuantos no aparezcan reseñados en este texto).
A la edad de 20 años, un tal Simon Lake leyó 20.000 leguas de viaje submarino, la inmortal obra de Jules Verne, a quien muchos de sus lectores recordaremos con especial cariño de nuestra adolescencia. ¿Quién no se emociona cuando conoce al inmortal personaje del capitán Nemo o al decidido arponero Ned Land, por no hablar del maravilloso, misterioso y futurista submarino Nautilus?
Lake siempre ha reconocido el papel que jugó la novela de Verne a la hora de inspirarle en su futuro como ingeniero de la marina. En 1895, veintiséis años después de la publicación de 20.000 leguas de viaje submarino, el propio Lake diseñó y construyó “El Argonauta”, el primer ingenio capaz de viajar por debajo del mar.
Pero no crean ustedes que el caso de Simon Lake es único o especial, en absoluto. En efecto, un gran número de científicos responsables de enviar sondas a Marte siempre ha reconocido que su inspiración habían sido las célebres Crónicas marcianas de Ray Bradbury. El mismo Carl Sagan, uno de los más grandes divulgadores de la ciencia que haya existido jamás, siempre reconoció públicamente la influencia que la ciencia ficción había tenido en su interés por la ciencia, en general, y la astronomía en particular.
Un gran número de escritores de ciencia ficción predijeron con sus obras muchos descubrimientos científicos posteriores: Aldous Huxley, entre otros, con la clonación o las pastillas de la euforia; Robert Silverberg con los órganos artificiales; desde la cama de agua hasta la bomba atómica y desde los tanques de H.G. Wells hasta los satélites artificiales, pasando por la llegada del ser humano a la Luna. Incluso el mismo Hugo Gernsback, fundador de la mítica revista Amazing Stories, llegó a proponer en una ocasión que las ideas de los autores de ciencia ficción debían patentarse, pues se mostraba convencido de que tarde o temprano llegarían a hacerse reales.
Lo cierto es que, tanto si somos entusiastas del género como si no, las poderosas imágenes de la ciencia ficción nos llegan de todas partes: la literatura, la prensa escrita, la televisión o el cine. Puede llegar a argumentarse que la ciencia ficción ayuda a crear los futuros que describe, preparando las mentes del público para adaptarse a ellos. Científicos de renombre eran también escritores de ciencia ficción, como el propio Konstantin Tsiolkovsky. Por otro lado, había escritores muy cultivados en ciencia, como Robert Heinlein o Isaac Asimov, por citar tan sólo un par de ejemplos de entre los más conocidos.
En el prólogo del libro de Lawrence Krauss La física de Star Trek, Stephen Hawking escribe lo siguiente:
Puede que no tengan la misma repercusión que los científicos de la
NASA o el currículum de Stephen Hawking o la celebridad de un divulgador
tan grande como el doctor Krauss, pero les puedo asegurar que los
divulgadores de Naukas que han respondido a mis requerimientos han
seguido caminos muy parecidos a ellos. Vean si no algunas muestras más
que evidentes.
Muchos de ellos tienen en común a uno de los autores de ciencia ficción y divulgación más conocidos entre el público en general. Me refiero al célebre Isaac Asimov. Uno de los padres fundadores del género como Jules Verne, también ha influido lo suyo.
Así, Arturo Quirantes, por ejemplo manifiesta que “mi vocación por la física (astronomía, entonces) ha sido siempre muy clara […] No puedo decir que sea ahora físico gracias a la ciencia-ficción, pero indudablemente, algunas influencias me indicaron que ese era un camino interesante. Lo que más me influyó desde el punto de vista de la ciencia-ficción fue Espacio 1999, una serie que ponían cuando tenía 7-8 años […] (no echaban Star Trek, una pena). Isaac Asimov me lo sugirieron en la Sociedad Astronómica Granadina, y me encantó su estilo. Y Julio Verne, un adelantado a su época.” Para Arturo, lo fascinante del mundo de la ciencia ficción, lo que realmente te atrapa es que “allí todo puede pasar, las fronteras están solamente para cruzarlas y no hay límites”. Él es un ejemplo, sin duda.
César Tomé, en cambio, no lo tuvo tan claro desde el principio, ya que como me confesó “desde muy pequeño quise ser médico. Lo tenía clarísimo y siendo niño ya me preparaba a mi manera para serlo. […]. Fue mi primer Asimov, Estoy en Puertomarte sin Hilda, la primera fisura en mi determinación de ser médico. A ese Asimov le siguieron muchos otros, de divulgación y de ciencia ficción. Cosmos, al año siguiente, hizo el resto.”
Lo que a Fernando del Álamo le hizo plantearse ciertas preguntas fue la lectura de “un párrafo de Asimov, cuando explicaba la ley cuadrado cúbica […] Decía que si hacía animales más grandes, les pondría huesos metálicos. A mí me hizo pensar mucho en cómo podría ser la vida en otros planetas en función de la fuerza de la gravedad que tuviera en su superficie. Si la Tierra fuera como la Luna en tamaño (y todo lo demás igual), ¿sería igual la fauna y la flora?”
Según Ambrosio Liceaga “no recuerdo el primer libro de ciencia-ficción que leí. Pero sí su autor, Isaac Asimov […] entre robots positrónicos y naves espaciales, comencé a interesarme por la ciencia y la ingeniería. […] Después llegó Carl Sagan y pasé mi adolescencia enganchado a la divulgación y a la ciencia-ficción “dura”. […] tengo claro que la ciencia-ficción que leí de pequeño tuvo mucho que ver con mis decisiones posteriores.”
La literatura ha marcado la trayectoria científica y divulgadora de uno de los lectores más compulsivos que he conocido, mi buen amigo Daniel Torregrosa. En el e-mail que me escribió para relatarme su experiencia, Dani confesaba que
“En mi caso particular, me resulta muy difícil recordar qué ocurrió antes, si mi afición por la ciencia y su divulgación o el género de la ciencia ficción como tal. Pero sí recuerdo una serie de televisión y un libro con especial cariño. La serie fue Los 7 de Blake, emitida a principios de los años 80 por la televisión pública, y el libro El hombre ilustrado de Ray Bradbury, quizá el primer libro de ciencia ficción que leí aconsejado por mi hermano mayor. Después vino el resto, una afición al género con cinco autores destacados y una película. Los autores son Isaac Asimov, Philip K. Dick, Stanislaw Lem, Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. Y la película, Blade Runner.”
No le va a la zaga el flamante ganador de la última edición de los Premios Bitácoras en el apartado de Ciencia, Daniel Marín, quien
“Con muy pocos añitos mis padres me llevaron al estreno de La Guerra de las Galaxias y recuerdo ráfagas de la película de animación Star Blazers (el nombre americano de la peli japonesa ‘El acorazado Yamato’). Pero lo que me marcó profundamente fue la serie Cosmos. […] Desde entonces tuve claro que quería estudiar astrofísica.
También me influyeron mucho los libros de Plesa y similares, además de las obras de Julio Verne. Pero mis primeras lecturas de ciencia ficción ‘seria’ vendrían a los 12 años más o menos: Asimov (la saga de la Fundación), Clarke (Cita con Rama), Pohl (Pórtico) y Herbert (Dune) eran mis favoritos. Unos añitos después me enganché a la obra de Gregory Benford, David Brin, Robert L. Forward, Charles Sheffield, Greg Bear y otros autores de SF ‘hard’. En cuanto a películas, me marcaron especialmente Blade Runner, el resto de la saga Star Wars, Atmósfera Cero y esas cosas. […]
La ciencia ficción, sin embargo, fue clave en despertar y mantener mi interés por la ciencia en general y la astronomía en particular.”
El gusanillo de la ciencia ficción también ha picado a los matemáticos como José Antonio Prado, quien reconoce que “[…] Eso sí, durante mi adolescencia descubrí, primero a Julio Verne y, algo después, a Isaac Asimov. Además, pedí a los Reyes Magos un vídeo (VHS) para poder grabar algunos documentales “del espacio”.” Para su vergüenza, también reconoce no haber visto Blade Runner.
Miguel Santander García, además de astrofísico, es un talentoso escritor de ciencia ficción a quien debo agradecer por permitirme leer el manuscrito de su fantástica novela El legado de Prometeo. Vean cómo empezó en esto, quizá algún día la historia de la literatura hable de él, nunca se sabe.
“Tendría quince o dieciséis años cuando, aburrido de ver pasar las horas de una tarde soporífera, mis manos se pasearon por la estantería y se posaron en un libro de bolsillo, “Cita con Rama”, de un tal Arthur C. Clarke […] Para entonces ya me había fascinado COSMOS en la tele […] pero fue la capacidad de la ciencia-ficción para traernos el futuro al presente, jugar en la misma frontera del conocimiento y especular con escenarios más o menos plausibles, lo que terminó de apuntalar mi vocación como físico/astrofísico […] Clarke y Asimov, por citar sólo los dos principales de aquella época, me descubrieron mundos que estimulaban mi sentido de la maravilla —¡exploración del Cosmos, ascensores espaciales, inteligencias artificiales…!— en cada página. Más tarde, Wells, le Guin, Bradbury, Huxley y Orwell, entre otros, me mostraron que la ciencia-ficción también podía ser un sofisticado disfraz para advertir acerca de problemas sociales inminentes o abordar la naturaleza humana bajo un prisma muy interesante. […] Y es que… [la ciencia ficción] ¡lo tiene todo!”
En la escéptica mente de Fernando Frías se entremezclan los recuerdos literarios “sospechosos” con las imágenes de series de televisión que han pasado a los anales de los clásicos más imperecederos.
“Cuando era un chaval no es que fuese un magufo, pero me dejé llevar a alguna “alerta ovni”, leía ocasionalmente artículos sobre ufología y fenómenos más o menos afines […] Pero un buen día un amigo me prestó con toda la ilusión del mundo un libro de J. J. Benítez, Existió otra humanidad, y cuando lo leí me indigné tanto que se lo devolví con un cuadernillo de unas cincuenta páginas detallando todos los disparates científicos que encontré. […] Mi afición a la ciencia ficción se desarrolló más o menos en paralelo, y supongo que tendría que ver con mi afición inicial a las historietas de ovnis y el hecho de que después me siguiese gustando la ufología, aunque desde la trinchera de enfrente, pero me da la impresión de que se trata más bien de correlación que de causalidad, y que la causa de ambas aficiones sea simplemente la curiosidad. Aunque, eso sí, mis recuerdos más antiguos no son de platillos volantes, sino de El capitán Zodíaco y los patrulleros del espacio […] hacía filigranas para burlar el toque de queda y ver La conquista del espacio (que era como llamaban aquí a Star Trek), fui seguidor incondicional de Espacio 1999 y aún se me escapa alguna vez eso de “eres más lento que el viper de un cylón”.”
Otros, como Iván Rivera, fueron más influenciados por el poder de la imagen exclusivamente, más que por el de la palabra escrita. Según este ingeniero de telecomunicaciones, los recuerdos que le vienen a la mente son más bien de nuestra amada/odiada televisión. Así, Iván me cuenta que…
“Tengo la ventaja de disfrutar de una magnífica memoria de mis primeros años. Pero como se me suelen olvidar las cosas que recuerdo aquí van unos momentos al azar que me definieron como lo que quiera que sea hoy. Con imagen, porque son recuerdos (tele)visuales.
«Holmes y Yoyo» (Holmes & Yo-yo, 1976). Nadie en absoluto se acuerda de esto: yo me pasé años «jugando a Yoyo». Es decir, disfrazándome con una americana vieja de mi abuelo y unos controles de robot en la tripa hechos con una cajita de cartón llena de botones de plastilina. No me había vuelto majara: «Holmes y Yoyo» era una sitcom policiaca con androide que, si no recuerdo mal, emitieron durante el verano de 1978. Cuatro añitos y ya estaba cayendo en las garras del género.
«Operación Ganímedes» (Operation Ganymed, 1977): un telefilm alemán en el que no salen perros y que narra la historia de los cinco (y bajando…) supervivientes de una misión tripulada a Ganímedes en 1991 —el futuro ya no es lo que era. ¿Que cómo me acuerdo de esto? Bueno, para ser preciso ni siquiera sé en qué año lo pusieron en la tele, aunque debió ser en algún momento del año 1980 u 81. El espacio todavía iba a ser un lugar para héroes.
«Érase una vez… el espacio» (Il était une fois… l’espace, 1982) era una serie rara de narices. […] A esta serie puedo achacarle también mi temprano europeísmo […] así como la fascinación que me ha acompañado desde siempre con la inteligencia artificial y su interacción ¿catastrófica? con la natural.
Más adelante, claro está, terminé viendo 2001. Desde que cumplí los 27 lloro en silencio todas las noches de luna llena en recuerdo del futuro que nunca fue.”
Algo semejante parece que le sucedió al siempre mordaz José Miguel Mulet, para quien el cine “no tenía precio”…
“Pues yo soy de los que debo admitir que la ciencia ficción tuvo una influencia decisiva en que decidiera hacer una carrera de ciencias. Fui un lector precoz y ávido consumidor de cine, facilitado por el hecho de que mis abuelos trabajaban en uno y yo entraba gratis y que en mi puebo no había muchas más cosas que hacer. […] La saga de “la guerra de las galaxias”, las series televisivas Galáctica y Ulises 31, y las novelas de Asimov hicieron que la ciencia ficción fuera ganando enteros entre mis preferencias […] Sin embargo, una película captó mi atención: Los niños del Brasil de Franklin Schaffner, basada en la novela de Ira Levin. La escena fue en la que proyectan un documental y explica la transferencia nuclear para clonar conejos, que fue la técnica que se utilizo años después para la oveja Dolly. Y lo que me fascinó tanto que decidí hacerme científico. […] Primero quise estudiar medicina, en el último momento decidí hacer química. Primero quise investigar en animales y en el último momento me pasé a plantas, pero estoy haciendo lo que decidí ese día de hace casi 30 años y por el camino me leí la colección completa de Las 100 mejores obras de ciencia ficción que publicó ORBIS”.
La sin par, impactante y genial divulgadora Natalia Ruiz Zelmanovitch tuvo ciertos problemillas con mi admirado Jules Verne.
“Con tres años caí enferma con asma bronquial. Estuve hasta los trece sobreprotegida por mis padres, con lo cual me pasaba la vida leyendo (fui hija única hasta los ocho, luego la paz desapareció y tenía que esconderme para poder leer tranquila). […] Me leí la colección entera de Julio Verne, y cuando digo entera es entera, pestiños incluidos.”
Pero no se crean, no todos los colaboradores de Naukas descubrieron tan pronto el gusanillo de su vocación científica. Algunos, como mi buen amigo y excelente docente como pocos he conocido Eugenio Manuel Fernández Aguilar, reconocen sin pudor que la ciencia ficción no les marcó durante su juventud, sino más bien todo lo contrario, les alcanzó con sus flechas en la madurez. El gran Eugenio afirma que “personalmente la ciencia ficción desde el punto de vista “científico” me empieza a interesar ya en la carrera. […] El caso es que la ciencia ficción sí me ha influido en algo: EN MI SITUACIÓN ACTUAL. Me explico, a medida que iba estudiando la carrera me interesaba más y hoy la aplico en mis clases, conferencias y cursos.”
En una línea similar se manifiesta mi tocayo, Sergio Pérez Acebrón, pues tal y como me cuenta “mi relación con la ciencia ficción fue bastante tardía. En mi infancia y adolescencia tuvo más peso la fantasía tipo Tolkien o Salvatore. No recuerdo nada de ciencia ficción de esa época con la excepción de La guerra de las galaxias, Jurasic Park y Superman. […] Nunca leí cómics de superheroes, salvo Superlópez. A Carl Sagan y a Asimov los descubrí ya con la carrera empezada, aunque me hubiera gustado leerlos antes: he de reconocer que La última pregunta es uno de mis textos favoritos. No vi las películas de ciencia ficción más clásicas (con las excepciones mencionadas) hasta hace pocos años. […] Ha sido ya de adulto cuando he empezado a valorar la ciencia ficción como algo diferente a la fantasía, aunque casi siempre en forma de películas: Blade runner, El hombre bicentenario y Gattaca son algunas de mis favoritas ya que juegan con la esencia de lo que es o no es un ser humano.”
Finalmente, he querido concluir con un testimonio muy especial para mí. Me he reservado, para concluir, la experiencia de mi admirado Mauricio J. Schwarz. Y lo he hecho por una sencilla razón, una razón que no les desvelaré ni estropearé con mi torpe prosa porque resulta evidente sin más que leer su texto, que reproduzco a continuación al pie de la letra. Todo emoción y lirismo.
“Había una vez un chaval, de los menores de una vasta familia asturmexicana debidamente conservadora y devota, cuyos numerosos miembros no tenían relación alguna con la ciencia y que, aunque respetaban el arte, lo consideraban algo así como un lujo para ricos y un espacio donde los pobres como ellos sólo podían agudizar su hambre y desamparo, de modo que sostenían la convicción de que la única esperanza de los pobres de comer diariamente con cierta holgura durante toda una vida (que suma una cantidad respetable de calorías) yacía en la contabilidad, la arquitectura, la medicina, la abogacía o el sacerdocio católico romano.
Era éste, digo, un chaval inquieto y respondón, de natural retobado y nervioso, en tiempos en que el ser humano empezaba a rasguñar los límites de su atmósfera, y que empezó a encontrar divertido despertar a horas inopinadas de la madrugada tratando no siempre con éxito de no despertar al resto de la casa para ver por televisión (en riguroso blanco azulado y negro) cómo se lanzaban, desde lo que era Cabo Cañaveral en Florida, las “cápsulas espaciales” de los programas Mercury y luego Gemini, y escuchar arrobado las explicaciones de cómo maniobraban en las alturas, sin oxígeno ni gravedad, esos señores llamados astronautas que querían ir a la Luna, hágame usted el favor.
Era también un chaval que se metía a las bibliotecas a saber cosas sobre los planetas, que atesoraba un libro sobre animales con grandes cromos a color y que disfrutaba enormemente de dos juegos, uno de experimentos químicos cuya estrella era el sulfato de cobre y otro de biología que incluía una muy poco políticamente correcta rana en formol e instrucciones para su disección y la apreciación de la disposición de sus órganos internos.
Y todo esto sin dejar de ser un chaval, lo cual implicaba, por supuesto, fútbol, juegos con los amigos, travesuras, aprender cosas en la escuela y en la casa, descubrir el resto del mundo y formular cantidades avasalladoras de preguntas que le permitían constatar que los adultos no sabían tanto como era de esperarse, y que quizá estaban un poco sobrevaluados.
Pero era, sobre todo, un chaval que, a falta de libros, que no eran muy populares en su entorno, tampoco, y que apenas podía comprar, se quedaba fascinado por la televisión, en particular con el programa “La dimensión desconocida”, que era como se traducía “The twilight zone” de Rod Serling, serie especulativa con algunos capítulos de ciencia ficción de los que se le quedaron impresos en el joven cerebro algunos como “Eyes of the beholder”, sobre la relatividad y subjetividad de la belleza, “Time enough at last” sobre un hombre que lee compulsivamente (igual que el chaval, sería por eso) y “To serve man” sobre extraterrestres y gastronomía. Y veía también “Outer limits” y “One step beyond” y hasta programas de medianoche poco recomendables para su tierna edad como “La hora de Boris Karloff”.
Como alguna cosa sabía el chaval, un día respondió unas preguntas de un programa de televisión vespertino y se ganó tres libros de ciencia ficción y una bolsa de chupa-chups. Los libros eran la colección de cuentos “Un camino a casa” de Theodore Sturgeon, la antología de cuatro novelas “Los hombres de Gor” y la novela “Los inmortales” de Frederik Pohl. Los tres de la colección Nebulae. Lo afectaron gravemente. Los chupa-chups se los regaló a sus amigos con gran éxito.
Para cuando el chaval terminaba su primaria –el mundo seguía en blanco y negro y el hombre seguía tratando de llegar a la Luna–, encontró en una librería, sitio peligroso si los hay, un libro de cuentos firmado por uno de los guionistas de “La dimensión desconocida”. Y entonces pensó: “Debe ser extraordinario dedicar la vida a contar historias”. Y eran, claro, historias de ciencia ficción. Decidió que bien podía dedicarse a ello.
Pero, para escribir historias de ciencia ficción (publicó su primer cuento en una publicación escolar a los 12 años, por cierto) había que saber más ciencia de la que sabía él, así que se puso alerta a ella en la secundaria con ayuda de un gran profesor de física y otro de biología, y su vocación de escribir se bifurcó, como sendero del jardín de Borges, al periodismo, primero a nivel escolar.
Para cuando tenía 21 añitos, se presentó en una revista masculina (es decir, que publicaba fotos de mujeres desnudas) con una idea: un artículo sobre las sondas Viking que estaban por posarse en la superficie marciana. Le dijeron que sí. Fue su primer trabajo periodístico “de verdad”, explicando cómo eran las sondas, qué iban a hacer si todo salía bien y qué opinaban sobre ellas un científico, un autor de ciencia ficción chiflado y hasta un astrólogo chifladísimo. Sin darse cuenta, se iba empezando a convertir en periodista dedicado a temas de ciencia mientras empezaba a escribir sus cuentos de ciencia ficción.
Supondríamos que sin la ciencia ficción como trampolín, puente, desafío, sugerencia insidiosa, pregunta insolente y especulación libre, en vez de ser periodista científico y escritor, el chaval se habría dedicado a la contabilidad, la arquitectura, la medicina, la abogacía o el sacerdocio católico romano. Que es lo que hacen los buenos chicos de las familias asturmexicanas conservadoras y numerosas, claro.
Ahora, si es que han llegado hasta aquí, ya únicamente restan sus opiniones y sus comentarios. Hoy en día, la ciencia ficción no solamente sigue sirviendo como inspiración a las generaciones futuras en su vocación científica (y que así continúe siendo, por mucho tiempo), sino que ha ido más allá, se ha convertido en una herramienta didáctica de primer orden, enormemente valorada en la enseñanza de prácticamente todas las disciplinas de carácter científico, tanto en la educación secundaria como en la universitaria, por profesores del mundo entero.
Si tienen ustedes hijos en esa edad en la que se decide su futuro, permítanles soñar, estimúlenlos para que intenten buscar la verdad, a que hagan pedazos los esquemas establecidos, a que pierdan el miedo y luchen por un mundo más comprensible, en el que todos los hombres y mujeres puedan soportar la realidad sin caer en la repugnancia de la locura. Dejen que todos sus sueños se vuelvan realidad y algunas de sus realidades se vuelvan sueños, porque quizá sea cierto, después de todo, aquello que decía Antonio Machado:
Yo una vez tuve un blog que se llamaba Física en la Ciencia Ficción. A lo largo de más de seis años y medio llegué a publicar la friolera de unos 450 artículos en los que, básicamente, pretendía divulgar una materia como la física empleando la ciencia ficción de las películas, las novelas o los cómics como mera excusa.
El blog nunca tuvo el éxito o la repercusión que yo pretendía, no sé exactamente por qué y las razones tampoco importan ni aquí ni ahora. Sin embargo, lo que sí guarda relación con lo que les quiero contar en este artículo, sin demasiadas pretensiones, es la influencia que un género tan peculiar como la ciencia ficción ha ejercido y probablemente sigue ejerciendo sobre las vocaciones científicas de muchas personas que han decidido enfocar su vida profesional hacia estos derroteros. Es por ello que se me ocurrió trasladar la siguiente pregunta a los más de 100 científicos y/o divulgadores de esta fantástica web de Naukas: ¿hasta qué punto ha influido la ciencia ficción en tu vocación?
Obviamente, no obtuve respuesta de todos ellos y me alegro, tengo que decir, porque de haberlo hecho, este artículo hubiese tenido una extensión insoportable a buen seguro. Así que, en los párrafos que siguen les mostraré algunas de sus opiniones y recuerdos (debidamente editados, pues los textos de estos personajes, en ocasiones, se mostraban excesivamente ricos en detalles; en otras, mi pluma e inteligencia no han sabido integrarlos debidamente, por lo cual pido disculpas a cuantos no aparezcan reseñados en este texto).
A la edad de 20 años, un tal Simon Lake leyó 20.000 leguas de viaje submarino, la inmortal obra de Jules Verne, a quien muchos de sus lectores recordaremos con especial cariño de nuestra adolescencia. ¿Quién no se emociona cuando conoce al inmortal personaje del capitán Nemo o al decidido arponero Ned Land, por no hablar del maravilloso, misterioso y futurista submarino Nautilus?
Lake siempre ha reconocido el papel que jugó la novela de Verne a la hora de inspirarle en su futuro como ingeniero de la marina. En 1895, veintiséis años después de la publicación de 20.000 leguas de viaje submarino, el propio Lake diseñó y construyó “El Argonauta”, el primer ingenio capaz de viajar por debajo del mar.
Pero no crean ustedes que el caso de Simon Lake es único o especial, en absoluto. En efecto, un gran número de científicos responsables de enviar sondas a Marte siempre ha reconocido que su inspiración habían sido las célebres Crónicas marcianas de Ray Bradbury. El mismo Carl Sagan, uno de los más grandes divulgadores de la ciencia que haya existido jamás, siempre reconoció públicamente la influencia que la ciencia ficción había tenido en su interés por la ciencia, en general, y la astronomía en particular.
Un gran número de escritores de ciencia ficción predijeron con sus obras muchos descubrimientos científicos posteriores: Aldous Huxley, entre otros, con la clonación o las pastillas de la euforia; Robert Silverberg con los órganos artificiales; desde la cama de agua hasta la bomba atómica y desde los tanques de H.G. Wells hasta los satélites artificiales, pasando por la llegada del ser humano a la Luna. Incluso el mismo Hugo Gernsback, fundador de la mítica revista Amazing Stories, llegó a proponer en una ocasión que las ideas de los autores de ciencia ficción debían patentarse, pues se mostraba convencido de que tarde o temprano llegarían a hacerse reales.
Lo cierto es que, tanto si somos entusiastas del género como si no, las poderosas imágenes de la ciencia ficción nos llegan de todas partes: la literatura, la prensa escrita, la televisión o el cine. Puede llegar a argumentarse que la ciencia ficción ayuda a crear los futuros que describe, preparando las mentes del público para adaptarse a ellos. Científicos de renombre eran también escritores de ciencia ficción, como el propio Konstantin Tsiolkovsky. Por otro lado, había escritores muy cultivados en ciencia, como Robert Heinlein o Isaac Asimov, por citar tan sólo un par de ejemplos de entre los más conocidos.
En el prólogo del libro de Lawrence Krauss La física de Star Trek, Stephen Hawking escribe lo siguiente:
La ciencia ficción como Star Trek no solamente es un buen entretenimiento sino que también tiene un serio propósito: expandir la imaginación humana.” […] la ciencia ficción de hoy es a menudo la ciencia de mañana. La física subyacente en Star Trek merece la pena ser investigada. Confinar nuestro interés a los asuntos terrícolas sería limitar el espíritu humano.
Muchos de ellos tienen en común a uno de los autores de ciencia ficción y divulgación más conocidos entre el público en general. Me refiero al célebre Isaac Asimov. Uno de los padres fundadores del género como Jules Verne, también ha influido lo suyo.
Así, Arturo Quirantes, por ejemplo manifiesta que “mi vocación por la física (astronomía, entonces) ha sido siempre muy clara […] No puedo decir que sea ahora físico gracias a la ciencia-ficción, pero indudablemente, algunas influencias me indicaron que ese era un camino interesante. Lo que más me influyó desde el punto de vista de la ciencia-ficción fue Espacio 1999, una serie que ponían cuando tenía 7-8 años […] (no echaban Star Trek, una pena). Isaac Asimov me lo sugirieron en la Sociedad Astronómica Granadina, y me encantó su estilo. Y Julio Verne, un adelantado a su época.” Para Arturo, lo fascinante del mundo de la ciencia ficción, lo que realmente te atrapa es que “allí todo puede pasar, las fronteras están solamente para cruzarlas y no hay límites”. Él es un ejemplo, sin duda.
César Tomé, en cambio, no lo tuvo tan claro desde el principio, ya que como me confesó “desde muy pequeño quise ser médico. Lo tenía clarísimo y siendo niño ya me preparaba a mi manera para serlo. […]. Fue mi primer Asimov, Estoy en Puertomarte sin Hilda, la primera fisura en mi determinación de ser médico. A ese Asimov le siguieron muchos otros, de divulgación y de ciencia ficción. Cosmos, al año siguiente, hizo el resto.”
Lo que a Fernando del Álamo le hizo plantearse ciertas preguntas fue la lectura de “un párrafo de Asimov, cuando explicaba la ley cuadrado cúbica […] Decía que si hacía animales más grandes, les pondría huesos metálicos. A mí me hizo pensar mucho en cómo podría ser la vida en otros planetas en función de la fuerza de la gravedad que tuviera en su superficie. Si la Tierra fuera como la Luna en tamaño (y todo lo demás igual), ¿sería igual la fauna y la flora?”
Según Ambrosio Liceaga “no recuerdo el primer libro de ciencia-ficción que leí. Pero sí su autor, Isaac Asimov […] entre robots positrónicos y naves espaciales, comencé a interesarme por la ciencia y la ingeniería. […] Después llegó Carl Sagan y pasé mi adolescencia enganchado a la divulgación y a la ciencia-ficción “dura”. […] tengo claro que la ciencia-ficción que leí de pequeño tuvo mucho que ver con mis decisiones posteriores.”
La literatura ha marcado la trayectoria científica y divulgadora de uno de los lectores más compulsivos que he conocido, mi buen amigo Daniel Torregrosa. En el e-mail que me escribió para relatarme su experiencia, Dani confesaba que
“En mi caso particular, me resulta muy difícil recordar qué ocurrió antes, si mi afición por la ciencia y su divulgación o el género de la ciencia ficción como tal. Pero sí recuerdo una serie de televisión y un libro con especial cariño. La serie fue Los 7 de Blake, emitida a principios de los años 80 por la televisión pública, y el libro El hombre ilustrado de Ray Bradbury, quizá el primer libro de ciencia ficción que leí aconsejado por mi hermano mayor. Después vino el resto, una afición al género con cinco autores destacados y una película. Los autores son Isaac Asimov, Philip K. Dick, Stanislaw Lem, Ray Bradbury y Arthur C. Clarke. Y la película, Blade Runner.”
No le va a la zaga el flamante ganador de la última edición de los Premios Bitácoras en el apartado de Ciencia, Daniel Marín, quien
“Con muy pocos añitos mis padres me llevaron al estreno de La Guerra de las Galaxias y recuerdo ráfagas de la película de animación Star Blazers (el nombre americano de la peli japonesa ‘El acorazado Yamato’). Pero lo que me marcó profundamente fue la serie Cosmos. […] Desde entonces tuve claro que quería estudiar astrofísica.
También me influyeron mucho los libros de Plesa y similares, además de las obras de Julio Verne. Pero mis primeras lecturas de ciencia ficción ‘seria’ vendrían a los 12 años más o menos: Asimov (la saga de la Fundación), Clarke (Cita con Rama), Pohl (Pórtico) y Herbert (Dune) eran mis favoritos. Unos añitos después me enganché a la obra de Gregory Benford, David Brin, Robert L. Forward, Charles Sheffield, Greg Bear y otros autores de SF ‘hard’. En cuanto a películas, me marcaron especialmente Blade Runner, el resto de la saga Star Wars, Atmósfera Cero y esas cosas. […]
La ciencia ficción, sin embargo, fue clave en despertar y mantener mi interés por la ciencia en general y la astronomía en particular.”
El gusanillo de la ciencia ficción también ha picado a los matemáticos como José Antonio Prado, quien reconoce que “[…] Eso sí, durante mi adolescencia descubrí, primero a Julio Verne y, algo después, a Isaac Asimov. Además, pedí a los Reyes Magos un vídeo (VHS) para poder grabar algunos documentales “del espacio”.” Para su vergüenza, también reconoce no haber visto Blade Runner.
Miguel Santander García, además de astrofísico, es un talentoso escritor de ciencia ficción a quien debo agradecer por permitirme leer el manuscrito de su fantástica novela El legado de Prometeo. Vean cómo empezó en esto, quizá algún día la historia de la literatura hable de él, nunca se sabe.
“Tendría quince o dieciséis años cuando, aburrido de ver pasar las horas de una tarde soporífera, mis manos se pasearon por la estantería y se posaron en un libro de bolsillo, “Cita con Rama”, de un tal Arthur C. Clarke […] Para entonces ya me había fascinado COSMOS en la tele […] pero fue la capacidad de la ciencia-ficción para traernos el futuro al presente, jugar en la misma frontera del conocimiento y especular con escenarios más o menos plausibles, lo que terminó de apuntalar mi vocación como físico/astrofísico […] Clarke y Asimov, por citar sólo los dos principales de aquella época, me descubrieron mundos que estimulaban mi sentido de la maravilla —¡exploración del Cosmos, ascensores espaciales, inteligencias artificiales…!— en cada página. Más tarde, Wells, le Guin, Bradbury, Huxley y Orwell, entre otros, me mostraron que la ciencia-ficción también podía ser un sofisticado disfraz para advertir acerca de problemas sociales inminentes o abordar la naturaleza humana bajo un prisma muy interesante. […] Y es que… [la ciencia ficción] ¡lo tiene todo!”
En la escéptica mente de Fernando Frías se entremezclan los recuerdos literarios “sospechosos” con las imágenes de series de televisión que han pasado a los anales de los clásicos más imperecederos.
“Cuando era un chaval no es que fuese un magufo, pero me dejé llevar a alguna “alerta ovni”, leía ocasionalmente artículos sobre ufología y fenómenos más o menos afines […] Pero un buen día un amigo me prestó con toda la ilusión del mundo un libro de J. J. Benítez, Existió otra humanidad, y cuando lo leí me indigné tanto que se lo devolví con un cuadernillo de unas cincuenta páginas detallando todos los disparates científicos que encontré. […] Mi afición a la ciencia ficción se desarrolló más o menos en paralelo, y supongo que tendría que ver con mi afición inicial a las historietas de ovnis y el hecho de que después me siguiese gustando la ufología, aunque desde la trinchera de enfrente, pero me da la impresión de que se trata más bien de correlación que de causalidad, y que la causa de ambas aficiones sea simplemente la curiosidad. Aunque, eso sí, mis recuerdos más antiguos no son de platillos volantes, sino de El capitán Zodíaco y los patrulleros del espacio […] hacía filigranas para burlar el toque de queda y ver La conquista del espacio (que era como llamaban aquí a Star Trek), fui seguidor incondicional de Espacio 1999 y aún se me escapa alguna vez eso de “eres más lento que el viper de un cylón”.”
Otros, como Iván Rivera, fueron más influenciados por el poder de la imagen exclusivamente, más que por el de la palabra escrita. Según este ingeniero de telecomunicaciones, los recuerdos que le vienen a la mente son más bien de nuestra amada/odiada televisión. Así, Iván me cuenta que…
“Tengo la ventaja de disfrutar de una magnífica memoria de mis primeros años. Pero como se me suelen olvidar las cosas que recuerdo aquí van unos momentos al azar que me definieron como lo que quiera que sea hoy. Con imagen, porque son recuerdos (tele)visuales.
«Holmes y Yoyo» (Holmes & Yo-yo, 1976). Nadie en absoluto se acuerda de esto: yo me pasé años «jugando a Yoyo». Es decir, disfrazándome con una americana vieja de mi abuelo y unos controles de robot en la tripa hechos con una cajita de cartón llena de botones de plastilina. No me había vuelto majara: «Holmes y Yoyo» era una sitcom policiaca con androide que, si no recuerdo mal, emitieron durante el verano de 1978. Cuatro añitos y ya estaba cayendo en las garras del género.
«Operación Ganímedes» (Operation Ganymed, 1977): un telefilm alemán en el que no salen perros y que narra la historia de los cinco (y bajando…) supervivientes de una misión tripulada a Ganímedes en 1991 —el futuro ya no es lo que era. ¿Que cómo me acuerdo de esto? Bueno, para ser preciso ni siquiera sé en qué año lo pusieron en la tele, aunque debió ser en algún momento del año 1980 u 81. El espacio todavía iba a ser un lugar para héroes.
«Érase una vez… el espacio» (Il était une fois… l’espace, 1982) era una serie rara de narices. […] A esta serie puedo achacarle también mi temprano europeísmo […] así como la fascinación que me ha acompañado desde siempre con la inteligencia artificial y su interacción ¿catastrófica? con la natural.
Más adelante, claro está, terminé viendo 2001. Desde que cumplí los 27 lloro en silencio todas las noches de luna llena en recuerdo del futuro que nunca fue.”
Algo semejante parece que le sucedió al siempre mordaz José Miguel Mulet, para quien el cine “no tenía precio”…
“Pues yo soy de los que debo admitir que la ciencia ficción tuvo una influencia decisiva en que decidiera hacer una carrera de ciencias. Fui un lector precoz y ávido consumidor de cine, facilitado por el hecho de que mis abuelos trabajaban en uno y yo entraba gratis y que en mi puebo no había muchas más cosas que hacer. […] La saga de “la guerra de las galaxias”, las series televisivas Galáctica y Ulises 31, y las novelas de Asimov hicieron que la ciencia ficción fuera ganando enteros entre mis preferencias […] Sin embargo, una película captó mi atención: Los niños del Brasil de Franklin Schaffner, basada en la novela de Ira Levin. La escena fue en la que proyectan un documental y explica la transferencia nuclear para clonar conejos, que fue la técnica que se utilizo años después para la oveja Dolly. Y lo que me fascinó tanto que decidí hacerme científico. […] Primero quise estudiar medicina, en el último momento decidí hacer química. Primero quise investigar en animales y en el último momento me pasé a plantas, pero estoy haciendo lo que decidí ese día de hace casi 30 años y por el camino me leí la colección completa de Las 100 mejores obras de ciencia ficción que publicó ORBIS”.
La sin par, impactante y genial divulgadora Natalia Ruiz Zelmanovitch tuvo ciertos problemillas con mi admirado Jules Verne.
“Con tres años caí enferma con asma bronquial. Estuve hasta los trece sobreprotegida por mis padres, con lo cual me pasaba la vida leyendo (fui hija única hasta los ocho, luego la paz desapareció y tenía que esconderme para poder leer tranquila). […] Me leí la colección entera de Julio Verne, y cuando digo entera es entera, pestiños incluidos.”
Pero no se crean, no todos los colaboradores de Naukas descubrieron tan pronto el gusanillo de su vocación científica. Algunos, como mi buen amigo y excelente docente como pocos he conocido Eugenio Manuel Fernández Aguilar, reconocen sin pudor que la ciencia ficción no les marcó durante su juventud, sino más bien todo lo contrario, les alcanzó con sus flechas en la madurez. El gran Eugenio afirma que “personalmente la ciencia ficción desde el punto de vista “científico” me empieza a interesar ya en la carrera. […] El caso es que la ciencia ficción sí me ha influido en algo: EN MI SITUACIÓN ACTUAL. Me explico, a medida que iba estudiando la carrera me interesaba más y hoy la aplico en mis clases, conferencias y cursos.”
En una línea similar se manifiesta mi tocayo, Sergio Pérez Acebrón, pues tal y como me cuenta “mi relación con la ciencia ficción fue bastante tardía. En mi infancia y adolescencia tuvo más peso la fantasía tipo Tolkien o Salvatore. No recuerdo nada de ciencia ficción de esa época con la excepción de La guerra de las galaxias, Jurasic Park y Superman. […] Nunca leí cómics de superheroes, salvo Superlópez. A Carl Sagan y a Asimov los descubrí ya con la carrera empezada, aunque me hubiera gustado leerlos antes: he de reconocer que La última pregunta es uno de mis textos favoritos. No vi las películas de ciencia ficción más clásicas (con las excepciones mencionadas) hasta hace pocos años. […] Ha sido ya de adulto cuando he empezado a valorar la ciencia ficción como algo diferente a la fantasía, aunque casi siempre en forma de películas: Blade runner, El hombre bicentenario y Gattaca son algunas de mis favoritas ya que juegan con la esencia de lo que es o no es un ser humano.”
Finalmente, he querido concluir con un testimonio muy especial para mí. Me he reservado, para concluir, la experiencia de mi admirado Mauricio J. Schwarz. Y lo he hecho por una sencilla razón, una razón que no les desvelaré ni estropearé con mi torpe prosa porque resulta evidente sin más que leer su texto, que reproduzco a continuación al pie de la letra. Todo emoción y lirismo.
“Había una vez un chaval, de los menores de una vasta familia asturmexicana debidamente conservadora y devota, cuyos numerosos miembros no tenían relación alguna con la ciencia y que, aunque respetaban el arte, lo consideraban algo así como un lujo para ricos y un espacio donde los pobres como ellos sólo podían agudizar su hambre y desamparo, de modo que sostenían la convicción de que la única esperanza de los pobres de comer diariamente con cierta holgura durante toda una vida (que suma una cantidad respetable de calorías) yacía en la contabilidad, la arquitectura, la medicina, la abogacía o el sacerdocio católico romano.
Era éste, digo, un chaval inquieto y respondón, de natural retobado y nervioso, en tiempos en que el ser humano empezaba a rasguñar los límites de su atmósfera, y que empezó a encontrar divertido despertar a horas inopinadas de la madrugada tratando no siempre con éxito de no despertar al resto de la casa para ver por televisión (en riguroso blanco azulado y negro) cómo se lanzaban, desde lo que era Cabo Cañaveral en Florida, las “cápsulas espaciales” de los programas Mercury y luego Gemini, y escuchar arrobado las explicaciones de cómo maniobraban en las alturas, sin oxígeno ni gravedad, esos señores llamados astronautas que querían ir a la Luna, hágame usted el favor.
Era también un chaval que se metía a las bibliotecas a saber cosas sobre los planetas, que atesoraba un libro sobre animales con grandes cromos a color y que disfrutaba enormemente de dos juegos, uno de experimentos químicos cuya estrella era el sulfato de cobre y otro de biología que incluía una muy poco políticamente correcta rana en formol e instrucciones para su disección y la apreciación de la disposición de sus órganos internos.
Y todo esto sin dejar de ser un chaval, lo cual implicaba, por supuesto, fútbol, juegos con los amigos, travesuras, aprender cosas en la escuela y en la casa, descubrir el resto del mundo y formular cantidades avasalladoras de preguntas que le permitían constatar que los adultos no sabían tanto como era de esperarse, y que quizá estaban un poco sobrevaluados.
Pero era, sobre todo, un chaval que, a falta de libros, que no eran muy populares en su entorno, tampoco, y que apenas podía comprar, se quedaba fascinado por la televisión, en particular con el programa “La dimensión desconocida”, que era como se traducía “The twilight zone” de Rod Serling, serie especulativa con algunos capítulos de ciencia ficción de los que se le quedaron impresos en el joven cerebro algunos como “Eyes of the beholder”, sobre la relatividad y subjetividad de la belleza, “Time enough at last” sobre un hombre que lee compulsivamente (igual que el chaval, sería por eso) y “To serve man” sobre extraterrestres y gastronomía. Y veía también “Outer limits” y “One step beyond” y hasta programas de medianoche poco recomendables para su tierna edad como “La hora de Boris Karloff”.
Como alguna cosa sabía el chaval, un día respondió unas preguntas de un programa de televisión vespertino y se ganó tres libros de ciencia ficción y una bolsa de chupa-chups. Los libros eran la colección de cuentos “Un camino a casa” de Theodore Sturgeon, la antología de cuatro novelas “Los hombres de Gor” y la novela “Los inmortales” de Frederik Pohl. Los tres de la colección Nebulae. Lo afectaron gravemente. Los chupa-chups se los regaló a sus amigos con gran éxito.
Para cuando el chaval terminaba su primaria –el mundo seguía en blanco y negro y el hombre seguía tratando de llegar a la Luna–, encontró en una librería, sitio peligroso si los hay, un libro de cuentos firmado por uno de los guionistas de “La dimensión desconocida”. Y entonces pensó: “Debe ser extraordinario dedicar la vida a contar historias”. Y eran, claro, historias de ciencia ficción. Decidió que bien podía dedicarse a ello.
Pero, para escribir historias de ciencia ficción (publicó su primer cuento en una publicación escolar a los 12 años, por cierto) había que saber más ciencia de la que sabía él, así que se puso alerta a ella en la secundaria con ayuda de un gran profesor de física y otro de biología, y su vocación de escribir se bifurcó, como sendero del jardín de Borges, al periodismo, primero a nivel escolar.
Para cuando tenía 21 añitos, se presentó en una revista masculina (es decir, que publicaba fotos de mujeres desnudas) con una idea: un artículo sobre las sondas Viking que estaban por posarse en la superficie marciana. Le dijeron que sí. Fue su primer trabajo periodístico “de verdad”, explicando cómo eran las sondas, qué iban a hacer si todo salía bien y qué opinaban sobre ellas un científico, un autor de ciencia ficción chiflado y hasta un astrólogo chifladísimo. Sin darse cuenta, se iba empezando a convertir en periodista dedicado a temas de ciencia mientras empezaba a escribir sus cuentos de ciencia ficción.
Supondríamos que sin la ciencia ficción como trampolín, puente, desafío, sugerencia insidiosa, pregunta insolente y especulación libre, en vez de ser periodista científico y escritor, el chaval se habría dedicado a la contabilidad, la arquitectura, la medicina, la abogacía o el sacerdocio católico romano. Que es lo que hacen los buenos chicos de las familias asturmexicanas conservadoras y numerosas, claro.
Ahora, si es que han llegado hasta aquí, ya únicamente restan sus opiniones y sus comentarios. Hoy en día, la ciencia ficción no solamente sigue sirviendo como inspiración a las generaciones futuras en su vocación científica (y que así continúe siendo, por mucho tiempo), sino que ha ido más allá, se ha convertido en una herramienta didáctica de primer orden, enormemente valorada en la enseñanza de prácticamente todas las disciplinas de carácter científico, tanto en la educación secundaria como en la universitaria, por profesores del mundo entero.
Si tienen ustedes hijos en esa edad en la que se decide su futuro, permítanles soñar, estimúlenlos para que intenten buscar la verdad, a que hagan pedazos los esquemas establecidos, a que pierdan el miedo y luchen por un mundo más comprensible, en el que todos los hombres y mujeres puedan soportar la realidad sin caer en la repugnancia de la locura. Dejen que todos sus sueños se vuelvan realidad y algunas de sus realidades se vuelvan sueños, porque quizá sea cierto, después de todo, aquello que decía Antonio Machado:
Después de la verdad, nada hay tan bello como la ficción.
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