viernes, 22 de agosto de 2025

La Dama de Encajes y la Bruja de Batalla (1): La Fábrica Silenciosa


 El siseo del éter se acalló con un chasquido seco y el portal interdimensional se cerró tras nosotras, sellando la caverna en un silencio casi absoluto. Mi nombre es Natalia D., y el primer dato que registré, más por instinto que por protocolo, fue la temperatura: 26.3 grados Celsius. Mi traje, una fantasía de encajes rosas y volantes sobre un tejido balístico de nanofibras, ajustó su sistema de refrigeración interna.

—Vaya, qué calorcito más agradable —ronroneó Samu a mi lado, abanicándose el rostro con una mano—. Casi podría quitarme algo de ropa para estar más cómoda, ¿no crees, Nat?

La miré de reojo. Su uniforme de sirvienta, reliquia de nuestra última y caótica incursión en el plano de los Gatos-Demonio de Cheshire, parecía absurdamente fuera de lugar en este entorno. Pero Samu era así. Rubia, descarada y una hechicera de un poder aterrador. Y sí, como consecuencia de aquella aventura, seguía sin llevar ropa interior. Su sonrisa sugerente me indicó que era muy consciente de ello.

—La temperatura es una anomalía —repliqué, ignorando la carnada. Mi voz sonó plana, en contraste con el vibrante entorno—. El informe de los Netherlords preveía condiciones bajo cero para este sector del plano 3-KAPPA-9.

Mis ojos, de un verde esmeralda que a menudo la gente consideraba mi rasgo más llamativo, escanearon la inmensa gruta. No estábamos en una cueva ordinaria. Un bosque de hongos gigantescos, algunos tan altos como edificios de tres plantas, llenaba el espacio. Sus sombreros bulbosos pulsaban con una suave luminiscencia violácea, pero la fuente principal de la luz y el calor emanaba del centro de la caverna: una "piedra de fuego" del tamaño de un coche pequeño, brillando con un intenso color rojo anaranjado.

—Una piedra de fuego —musité, y mis dedos se deslizaron sobre la tableta de datos de mi muñeca—. Ya veo.

—¿Como las que usaban los Incursores de Cygnus X-1 para sus máquinas de vapor? —preguntó Samu, acercándose a mí con un contoneo que era pura y estudiada seducción. Apoyó su barbilla en mi hombro, su aliento cálido en mi cuello—. Esta es mucho más grande.

—Y mucho menos contenida —afirmé, dando un sutil paso al lado para recuperar mi espacio personal. Su puchero no me pasó desapercibido—. Es un cristal de trans-realidad, inestable fuera de su dimensión de origen. Su comportamiento es piezo-radiactivo. La presión atmosférica de este plano es suficiente para excitar su matriz cristalina, forzando una desintegración controlada que libera energía. En este caso, con un pico de emisión en el espectro rojo e infrarrojo. Alguien, o algo, la trajo y la dejó aquí a propósito.

—O sea, que la aprietas y da calorcito —resumió Samu con una lógica aplastante y una sonrisa pícara—. Entendido. Hay ciertas cosas que funcionan igual.

Decidí que seguir esa línea de conversación era ineficiente. Me acerqué a uno de los hongos colosales, mi falda corta de encajes susurrando con el movimiento. Saqué un muestreador y extraje una pequeña sección del tallo. La sustancia era fibrosa y sorprendentemente densa.

Tras un breve recorrido, quedó claro que la caverna no contenía nada más de interés. Ni tecnología, ni inscripciones, ni el artefacto que buscábamos.

—Salimos —ordené.

El contraste fue inmediato y brutal. Al cruzar la boca de la cueva, el aire se afiló. La temperatura cayó en picado a 17 grados y el cálido resplandor rojizo fue reemplazado por una luz gris, neutra y sin una fuente aparente. El paisaje exterior era una desolación de roca negruzca y polvo fino.

—Qué bajón —se quejó Samu, abrazándose a sí misma—. Este lugar… está muerto, Nat. No solo callado, muerto.

Tenía razón. Mis sensores no detectaban ninguna forma de vida compleja. Ni insectos, ni aves, ni la más mínima brizna de vegetación. El silencio era tan profundo que resultaba opresivo. Era el tipo de silencio que a nuestra compañera Valkyrie, la superheroína pelirroja, le habría puesto los nervios de punta, acostumbrada como estaba a su radar psiónico siempre activo. Muchos planos eran estériles, dominados por vida unicelular en sus océanos, pero esto se sentía diferente. Era un vacío deliberado.

Fue entonces cuando lo vimos. Serpenteando a través del desolado paisaje, a unos veinte metros de altura, se alzaba una estructura de metal oscuro y pulido, sostenida por elegantes columnas arqueadas.

—Un monorraíl —dijo Samu, con los ojos entrecerrados.

—No —corregí al instante, acercándome y activando el zoom óptico de mis lentes de contacto—. La sección no es plana. Tiene forma de 'V', y observa el fondo. Esos son puertos de drenaje, espaciados a intervalos regulares.

Caminamos hasta la base de una de las columnas. El metal era frío al tacto y de una aleación desconocida. No había escaleras, ni accesos, ni rastro de un vehículo. Era una vía única, un canal elevado que se perdía en el horizonte en ambas direcciones.

Mi mente, analítica y racional, procesó las variables. La forma, los drenajes, la ausencia de una fuente de energía visible. La conclusión era tan extraña como ineludible.

—No transportaba vehículos —declaré, mi voz apenas un susurro en el inmenso silencio—. Transportaba un fluido. A gran escala.

Samu me miró, su habitual actitud coqueta reemplazada por una genuina intriga.

—¿Un acueducto?

—Mucho más avanzado. Y mucho más ominoso. —Levanté la vista, siguiendo la línea negra que cortaba el cielo gris—. La pregunta no es solo a dónde llevaba… sino qué clase de líquido requería una infraestructura tan monumental en un mundo aparentemente muerto.

Y, por primera vez desde que llegamos, sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura. Algo había vivido aquí. Algo inteligente, poderoso y con un propósito que ahora debíamos descubrir. La vía era nuestro único camino.

No había otra opción. El viaducto era la única hebra de civilización en un tapiz de absoluta nada. Decidimos seguirlo. Caminamos durante horas bajo la luz gris y sin fuente, con la grotesca tubería en forma de 'V' como nuestro único guía. El silencio era lo más perturbador. No era una mera ausencia de sonido; era una presencia activa, una presión en los oídos que amortiguaba hasta el roce de nuestras ropas.

—Es como si el aire se hubiera vuelto espeso y sordo —susurró Samu, acercándose instintivamente a mí—. Mi magia se siente... ahogada. No hay ecos en el éter, es como gritar contra una pared de algodón.

—No es el aire —repliqué, analizando las lecturas de mi tableta—. Mis sensores acústicos están al máximo y apenas registran decibelios ambientales. Hay una supresión activa del sonido. La energía de las ondas sónicas se está disipando de forma anómala.

Mi mirada se fijó en el material de las columnas del viaducto. Parecía metal, pero no lo era. Era algo más. Algo orgánico y a la vez mineral.

Fue después de lo que calculé como seis horas de marcha cuando la vimos en el horizonte. La fábrica. No se parecía a ninguna estructura que hubiera visto antes. No era un edificio de ángulos rectos y chimeneas, sino una inmensa geoda semi-enterrada en la llanura, una colmena de cristal facetado que pulsaba con una luz interna y cambiante. Sus colores se desplazaban lentamente por sus paredes translúcidas, pasando de un suave azul cobalto a un profundo violeta y de vuelta al azul. El viaducto se hundía directamente en su costado, como la aguja de una jeringuilla en una vena luminiscente.

A medida que nos acercábamos, la escala se volvía abrumadora. La estructura debía tener al menos un kilómetro de diámetro. Sus muros no eran lisos, sino que estaban cubiertos de una filigrana de patrones hexagonales que se contraían y expandían al ritmo de la luz cambiante.

—Es... hermoso —admitió Samu.

—Es fono-reactivo —dije, tocando la superficie de la pared. Estaba tibia y vibraba muy levemente, absorbiendo el sonido de mi guantelete al contacto—. Lo llamaría una cromo-calcita bio-luminiscente. Un material cultivado, no construido. Fuera de su entorno nativo, su matriz cristalina convierte la energía cinética de las vibraciones, como el sonido, en luz. Por eso este lugar es un sumidero acústico. El silencio es un subproducto de su propia existencia.

No había puertas, ni ventanas, ni ninguna entrada discernible más allá del punto donde el viaducto se fusionaba con el muro.

—Bueno, supongo que no vamos a llamar al timbre —dijo Samu, mientras sus manos comenzaban a crepitar con energía esmeralda—. Un pequeño hechizo de desintegración molecular debería abrirnos un hueco...

—¡No! —la detuve, sujetando su muñeca—. No sabemos cómo reaccionará este material a una descarga de energía mágica no controlada. Podría provocar una reacción en cadena. Tiene que haber una forma lógica de entrar.

Observé el punto de inserción del viaducto. El fluido plateado y viscoso que habíamos vislumbrado antes fluía sin pausa hacia el interior. Los conductos estaban hechos de otro material imposible: una aleación de Iridio-estaño de fase variable. Parecía metal líquido solidificado, y su superficie se ondulaba como si estuviera viva. En teoría, y según los escasos datos que teníamos de esta civilización, este material podía volverse intangible al ser sometido a una frecuencia de resonancia específica, permitiendo el mantenimiento o la purga del sistema.

Tras media hora de análisis, encontré una pequeña juntura de mantenimiento, un panel casi invisible con una serie de indentaciones. No era una cerradura, sino una interfaz sónica. Usando el modulador de mi guantelete, repliqué una secuencia de frecuencias armónicas hasta que, con un zumbido casi inaudible, una sección de dos metros del conducto se volvió fantasmal y translúcida.

—Después de ti —le indiqué a Samu.

Ella sonrió. —Siempre tan caballeresca, mi Nat.

El interior era una catedral del silencio. Un espacio cavernoso e iluminado por la luz azulada que emitían las propias paredes. El aire era estéril y olía a ozono y a metal frío. En lugar de maquinaria pesada, el espacio estaba lleno de enormes cristales suspendidos en campos de energía, conectados por la misma red de tuberías de fase variable que se enroscaban por el techo y el suelo como las arterias de un leviatán.

Seguimos el flujo del líquido plateado. Vimos cómo era bombeado sin bombas, impulsado por una especie de peristalsis de fase que ondulaba los conductos. El fluido pasaba a través de los gigantescos cristales, que crepitaban con arcos de luz blanca, como si estuvieran grabando información en el líquido a nivel cuántico.

—No están fabricando un objeto... —deduje en voz alta, mi mente corriendo para conectar las piezas—. Están procesando un medio. Este limo... es como un disco duro líquido. Los cristales lo están imprimiendo con... datos.

Llegamos al corazón de la fábrica, una cámara esférica en el centro del complejo. Aquí, el fluido procesado era canalizado hacia miles de pequeños receptáculos dispuestos en paneles hexagonales que cubrían las paredes. En cada receptáculo, el líquido plateado se solidificaba lentamente, cristalizando en un objeto del tamaño de una semilla de melocotón, una gema iridiscente que parecía contener una galaxia en miniatura.

Estaban fabricando "Semillas de Tránsito Dimensional".

Cada una de esas semillas era un portal de un solo uso. Una llave programada para abrir un agujero de gusano estable a un único destino predefinido. Esta civilización no viajaba con naves, viajaba plantando estas semillas.

La mayoría de los receptáculos estaban vacíos o contenían semillas rotas y apagadas, víctimas de eones de abandono. Pero en el centro de la cámara, sobre un pedestal flotante, reposaba el premio gordo. No era una semilla. Era una esfera del tamaño de un puño, hecha del mismo material cristalino de las paredes, pero de un blanco puro. De ella partían finísimas líneas de luz hacia toda la maquinaria.

—El nexo de control —susurré—. El artefacto. El mapa maestro y la clave para programar las semillas.

Avancé, extendiendo la mano para cogerlo. Samu se quedó atrás, vigilante.

En el instante en que mis dedos rozaron la superficie fría y lisa de la esfera, ocurrió algo.

El silencio se rompió.

Un zumbido bajo y profundo, la primera nota musical que oíamos en este mundo, ascendió desde las entrañas de la fábrica. Las paredes de cromo-calcita parpadearon violentamente y cambiaron su color azul sereno a un rojo pulsante de alerta. Los cristales suspendidos comenzaron a brillar con una intensidad cegadora.

La fábrica, durmiente durante milenios, había despertado. Y nosotros estábamos en su corazón.

El zumbido se convirtió en un rugido que vibraba en mis huesos. El aire, antes estéril, se cargó de un olor a ozono tan denso que casi ahogaba.

—¡Nat, el artefacto! —gritó Samu, y su voz, por primera vez, no tuvo que luchar contra el silencio.

Agarré la esfera blanca del pedestal. Estaba fría, pero vibraba con una energía inmensa. En el instante en que la aseguré en una bolsa de estasis en mi cinturón, las paredes rojas comenzaron a emitir filamentos de luz blanca que se entrelazaban en el centro de la cámara.

—Protocolo de esterilización —analicé a toda velocidad, mientras tiraba de Samu hacia la salida—. El sistema no es una alarma de seguridad, ¡es una purga! La civilización que construyó esto no cayó en la guerra, los informes de los Netherlords mencionaban una plaga. ¡Una que ellos mismos crearon!

—¿Una plaga? —dijo Samu, corriendo a mi lado.

—Una nanotecnológica, la "Corrupción de Silicio". Un arma de venganza creada por uno de ellos que se salió de control. Devoró toda la materia orgánica y luego inorgánica del planeta. ¡La fábrica va a incinerar todo el complejo para evitar que se propague!

—¿Y quién va a oír la "alarma" si todos están muertos? —jadeó.

—¡Nadie! No es una alarma, es una cuenta atrás. ¡Y nosotros la hemos activado!

Corrimos por los pasillos ahora bañados en una luz estroboscópica roja. El zumbido era ensordecedor. Samu, sin necesidad de que se lo pidiera, extendió sus manos y un escudo de energía verde nos envolvió justo cuando una de las tuberías de fase variable reventó, liberando el limo plateado que se solidificó al instante en afiladas agujas de cristal.

Llegamos al muro exterior. El conducto por el que entramos estaba sellado.

—¡No hay tiempo! —grité.

—Aparta —ordenó Samu. Su tono ya no era juguetón, sino el de una archimaga en su elemento.

Canalizó su poder y, en lugar de un hechizo de desintegración, lanzó una runa de dislocación espacial. El aire frente a nosotros se dobló como un espejo, mostrando por un instante nuestro propio apartamento, y luego cruzamos.

Caímos sobre una alfombra mullida en nuestro centro de operaciones, una espaciosa suite extradimensional cuya entrada física estaba discretamente oculta tras la puerta de un lavadero en Tokio. El sonido de la alarma de la fábrica fue reemplazado por una suave música ambiental.

—¡Estáis de vuelta! —una voz profunda y cálida nos recibió.

Valkyrie, nuestra superheroína, estaba allí. Su largo cabello rojo caía en cascada sobre los hombros de un sencillo atuendo deportivo que no podía ocultar su escultural figura de reloj de arena. En sus manos sostenía una taza de té. Su rostro, normalmente sereno, mostraba alivio.

—Natalia, ¿estás bien? Tus signos vitales están elevados.

—Estamos bien, Val —dije, tratando de regular mi respiración—. Misión cumplida.

De un amuleto de lapislázuli que colgaba de mi cuello emanó un humo cobrizo que se materializó en Zafira, nuestra genio mágica. Su piel del color del bronce bruñido estaba adornada con marcas luminiscentes que se movían lentamente, y, como de costumbre, estaba gloriosamente desnuda.

—Uf, qué aburrimiento de plano —bostezó, estirándose con una pereza felina—. Ni un alma con la que flirtear. ¿Habéis traído algo brillante?

Antes de que pudiera responder, me dirigí a mi habitación para asegurar el artefacto. Mi cuarto era mi santuario, un reflejo perfecto de mi dualidad. Una pared estaba cubierta con una estación de trabajo de alta tecnología: osciloscopios, impresoras 3D de materia exótica y diagramas holográficos. La otra mitad era un sueño de princesa: una cama con dosel y cortinas de encaje rosa, y una colección de peluches de "Mi Pequeño Pegaso Interdimensional" cuidadosamente ordenados. Era la fusión de un laboratorio de vanguardia con la habitación de una niña de doce años.

Las habitaciones de las demás eran igual de personales. La de Samu era un boudoir de bruja, con terciopelos morados, un grimorio antiguo flotando sobre un atril y el aire perfumado con incienso y pociones. La de Valkyrie era un gimnasio espartano combinado con una acogedora biblioteca, un espacio de orden y fuerza. Y Zafira... bueno, su "habitación" era el paraíso dentro del amuleto, un oasis de cojines de seda y fuentes encantadas bajo un cielo estrellado perpetuo.

Una hora después, nos presentamos ante los Netherlords. Su "sala del trono" era un espacio no-euclidiano donde la gravedad era una sugerencia y las constelaciones se arremolinaban en lugar de paredes.

Los Netherlords eran tan imponentes como siempre. Eran tres figuras de casi tres metros de altura, enfundadas en armaduras de obsidiana y hueso que parecían haber crecido sobre sus cuerpos. No había juntas ni remaches, solo una superficie perfecta de poder antiguo. Sus cascos eran lisos, sin visores, con runas arcanas que brillaban con una luz interna. No caminaban, flotaban a centímetros de un suelo que era pura oscuridad. Eran la imagen perfecta de hechiceros de batalla medievales llevados a una escala cósmica.

—Habéis tenido éxito —resonó una de las voces, un coro de ecos y poder.

Di un paso adelante y presenté la esfera blanca. Flotó de mi mano a la suya.

—El Nexo de Control, como solicitaron. La tecnología de tránsito de los Creadores.

El Netherlord examinó el artefacto. —Vuestro pago.

Del aire se materializó un cofre. Dentro, no había oro, sino tres esferas de luz pulsante. Ecos Dimensionales Estabilizados. La moneda de mayor valor que existía. Materia prima de la creación. Con ellos, yo podría sintetizar aleaciones imposibles, Samu podría potenciar un hechizo a niveles divinos, Zafira podría crear un nuevo paraíso en su amuleto y Valkyrie podría forjar una armadura aún más indestructible.

—¿Por qué? —pregunté, una osadía que solo yo me permitía—. ¿Por qué los hechiceros más poderosos del multiverso necesitan un método no mágico para viajar?

Hubo una pausa. La luz de sus runas se intensificó.

—La magia, niña —dijo otra de las figuras—, es ruidosa. Cada salto, cada hechizo, crea ondas en el tejido de la realidad. Ondas que atraen la atención.

—¿La atención de quién? —terció Samu.

—De lo que nada en el vacío entre los universos. De los Devoradores de Magia. Entidades para las que nuestra hechicería es un faro en la oscuridad, un festín esperando ser reclamado. El viaje sin magia… es viaje en silencio. Es el único modo de ir a donde ellos no puedan oírnos.

La revelación nos dejó heladas. Nuestros poderosos y enigmáticos clientes no buscaban una nueva arma, sino una forma de esconderse.

El tercer Netherlord se dirigió de nuevo a mí.

—El protocolo de esterilización que activasteis… su señal no fue local. Fue una transmisión de banda ancha interdimensional. Una última advertencia de los Creadores sobre la Corrupción de Silicio.

—¿Y qué significa eso? —pregunté.

—Significa que otros lo han oído. Carroñeros. Facciones que buscan controlar la plaga como arma. La señal emanaba de un punto, pero apuntaba a otro: la fuente de su investigación. Una "Biblioteca Ciega" en un plano donde el concepto de sonido no existe. Debéis llegar allí antes que nadie. Asegurad el conocimiento de los Creadores sobre la plaga. Y destruidlo.

Una nueva misión. Más peligrosa, más extraña. Y esta vez, no éramos los únicos que íbamos a por el premio.


CONTINUARÁ...

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