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Está claro que la democracia funciona mejor en la medida que los electores son inteligentes y están bien informados, es decir, la eficacia de la democracia está fuertemente ligada a la educación. Cuando pienso que en los Estados Unidos las mujeres no votaron hasta después de nacer yo, y que los negros no pudieron votar en cantidades significativas hasta más tarde aún, no soy pesimista con respecto a nuestro gran experimento de hacer que la educación y el derecho al voto sean extensivos a todos los ciudadanos. Es difícil imaginar cómo se hubiera podido llevar a cabo una tarea tan monumental sin una debilitación temporal de los valores morales de las escuelas y colegios, y por ende de la prudencia del electorado. Pero, considerando lo recientemente que empezó esa obra, y el gran tirón que representa, me sorprende lo bien que nos está saliendo.
El mayor peligro —como señaló Mill en Representational Government, subrayó Alexis de Tocqueville en Democracy in America, y pintó con gran colorido José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas— es que la educación no vaya al compás de la generalización del derecho a voto, que el voto de los ignorantes ponga un gobierno de bobos en lugar de un gobierno de sabios. Las masas sin educación son, como nos recordaba Thomas Hobbes, tan fácilmente influenciables por la lisonja y la adulación de los políticos como pueda serlo cualquier gobernante por manejos parecidos de sus consejeros.
El 18 de julio de 1967, The New York Times informaba que cuatro mil buenos ciudadanos de la ciudad costera de Picozza, en Ecuador, eligieron para alcalde unos polvos para los pies. Una compañía que fabricaba un desodorante para los pies había anunciado: “Vote por cualquier candidato, pero si quiere higiene y bienestar, vote Pulvapiés”. La víspera de las elecciones, la firma distribuyó unas octavillas que decían: “Para alcalde, honorable pulvapiés”. La ciudad eligió a Pulvapiés por una cómoda mayoría. ¡Vaya risotada habría soltado H.L. Mencken ante esta confirmación de su baja opinión del voto de las masas! “No creo en la democracia”, dijo Mencken en cierta ocasión, “pero reconozco de buena gana que es la única forma de gobierno realmente divertida que la humanidad haya podido soportar jamás”.
Platón temía la democracia precisamente por los peligros del gobierno de una mayoría ignorante. El pueblo, decía Alexander Hamilton, es una gran bestia. Uno piensa en el terror del populacho que siguió a la Revolución Francesa, o en los linchamientos de los negros del Sur por las mayorías blancas locales. En la actualidad, algunos estados con grandes circunscripciones fundamentalistas protestantes casi han conseguido hacer aprobar leyes que prohíban enseñar el evolucionismo en las escuelas estatales. En los Estados Unidos, el poder del voto popular está, naturalmente, muy limitado por la Constitución, la Declaración de Derechos, y el Tribunal Supremo. Sin embargo, sigue habiendo grandes distritos en los que nadie sabe aún cómo evitar una “tiranía de la mayoría”, aparte de mejorando la educación, claro.
“Los porqués de un escriba filósofo”, Martin Gardner
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