Yo soy un hijo del CSIC. Puedo proclamarlo con orgullo, ya que,
aunque nunca he trabajado allí, siento una relación muy especial con esa
institución. Por eso me duele tanto que el CSIC se esté muriendo,
víctima de la eterna ceguera de nuestros políticos. Y no es la primera
vez que sucede.
Cuando yo era pequeño ya quería ser científico. En parte, imagino que influyó lo que tenía en casa. Mi padre, José Quirantes Puertas, era investigador del CSIC, geólogo por más señas.
Eso da a la infancia propia una perspectiva distinta. ¿Que tu padre tiene más dinero y un coche mejor? Pues vale, pero el mío descubre cómo funciona la naturaleza, es científico, y encima le pagan por ello. Supera eso, Rafa.
Y además, el nombre: si en otras casas los padres salían de casa para ir a la oficina, la empresa o simplemente al curro, el mío se iba siempre “al Consejo.” Quizá por eso me irrita tanto que Ana Blanco lo rebautice una y otra vez como “Centro Superior de Investigaciones Científicas.” Un respeto, chata.
Cada vez que iba a ver a mi padre al trabajo, o le oía comentar lo que hacía allí, mi respeto por el CSIC aumentaba. No solamente era una institución que hacía ciencia. Hay ciencia, y mucha, en las Universidades y las empresas privadas; pero el CSIC era la única entidad que conocía cuya finalidad era única y exclusivamente la ciencia. No investigaban para vender productos, crear empresas o formar alumnos (aunque, al final, todo viene junto), sino que su fin era la ciencia en sí misma. Nada más. ¡Y nada menos! Allí fue donde vi por vez primera científicos en acción. Me dejaron usar sus ordenadores cuando PC era un término político, me codeé con los mejores del ramo y me harté de bocatas de lomo en su cafetería. Todo por la ciencia, claro.
Esa élite científica merecía, en mi infantil mente de entonces (y también en mi mente adulta de ahora) los mayores respetos. Pero ni siquiera ellos, como seres humanos que eran, se libraban de los problemas mundanos.
En cierta ocasión, a comienzos de 1975, mi padre se fue de casa durante varios días. Tenía que ir “al Consejo” y quedarse allí, me explicó mi madre. ¿Incluso a dormir? Sí, hijo, por eso se ha llevado el saco de dormir. Para un niño de ocho años, eso era algo muy raro de asimilar, pero si ellos decían que era lo que había que hacer, pues no pasaba nada. Como un par de semanas después, volvió para reanudar su vida cotidiana junto con su familia.
Pasaron muchos años hasta que me enteré del resto de la historia. Resulta que en 1975 mi padre y sus compañeros sufrieron una situación que parece calcada de la presente. En una época de crisis económica y política, con un gobierno reaccionario cada vez más cuestionado, los gestores trabajaban sin más planes que sobrevivir otro día. Su capacidad no les daba para más. El CSIC era una buena víctima: no producía ciencia aplicada de uso inmediato, estaba lleno de gente amable que no levantaba la voz ni para gritar gol (bueno, para eso puede que sí), y no tenían poder político. Eran la víctima perfecta para los recortes económicos. Se congelaron sueldos, se cerraron proyectos. La historia no es nueva.
No sé cómo acabó todo, salvo por el hecho de que lo consiguieron. Tras semanas de protestas y presiones, consiguieron aflojar la tenaza. Sólo puedo imaginarme lo que les costó, porque si ahora el gobierno y el ciudadano medio viven de espaldas a la ciencia, imagínense ustedes la situación en tiempos de la dictadura. Fue otro milagro de la época, supongo.
Los siguientes años fueron los que recuerda cualquier español de edad media: transición política, una crisis económica tras otra, incertidumbre, despegue lento y dubitativo. Año tras año, el CSIS fue creciendo en presupuesto y personal. Poco a poco. Parecía que la ciencia iba arraigando en nuestro país, igual que hizo hace siglos en otros países de lo que eufemísticamente llamamos “nuestro entorno.” También parecía que jugábamos en la Champions de la economía mundial, que nuestra marca daba envidia por todo el mundo y que, metidos en la Europa del Euro, éramos imparables. De repente, se levanta viento y nuestro ropaje raído deja ver las vergüenzas. Nos lo teníamos creído y ahora pagamos las consecuencias.
No repetiré las comparaciones que hoy día se hacen, ni calcularé para cuántos años de presupuesto del CSIC daría la actual subvención a la Iglesia, los toros o el fútbol. Eso ya lo han leído ustedes hasta la saciedad. Lo único que sé es que, por vez primera, me alegro de que mi padre ya no viva. Murió hace nueve años, un par de semanas después del 11-M. No, ninguna relación, tan sólo uso la fecha para recordarlo. Se sintió mal, se tumbó en la cama, y falleció como vivió: discretamente y sin molestar. Su querido CSIC sobrevivió, más fuerte y fértil que nunca. Ahora esa casa que fue suya durante media vida está a punto de caer. Otra vez.
Puede que sea la última si no lo remediamos, si los políticos siguen jugando con el chocolate del loro, si la ceguera del corto plazo sigue sin dejarnos ver el futuro.
Y ahora no está mi padre para evitarlo. Pero hay otros.
Cuando yo era pequeño ya quería ser científico. En parte, imagino que influyó lo que tenía en casa. Mi padre, José Quirantes Puertas, era investigador del CSIC, geólogo por más señas.
Eso da a la infancia propia una perspectiva distinta. ¿Que tu padre tiene más dinero y un coche mejor? Pues vale, pero el mío descubre cómo funciona la naturaleza, es científico, y encima le pagan por ello. Supera eso, Rafa.
Y además, el nombre: si en otras casas los padres salían de casa para ir a la oficina, la empresa o simplemente al curro, el mío se iba siempre “al Consejo.” Quizá por eso me irrita tanto que Ana Blanco lo rebautice una y otra vez como “Centro Superior de Investigaciones Científicas.” Un respeto, chata.
Cada vez que iba a ver a mi padre al trabajo, o le oía comentar lo que hacía allí, mi respeto por el CSIC aumentaba. No solamente era una institución que hacía ciencia. Hay ciencia, y mucha, en las Universidades y las empresas privadas; pero el CSIC era la única entidad que conocía cuya finalidad era única y exclusivamente la ciencia. No investigaban para vender productos, crear empresas o formar alumnos (aunque, al final, todo viene junto), sino que su fin era la ciencia en sí misma. Nada más. ¡Y nada menos! Allí fue donde vi por vez primera científicos en acción. Me dejaron usar sus ordenadores cuando PC era un término político, me codeé con los mejores del ramo y me harté de bocatas de lomo en su cafetería. Todo por la ciencia, claro.
Esa élite científica merecía, en mi infantil mente de entonces (y también en mi mente adulta de ahora) los mayores respetos. Pero ni siquiera ellos, como seres humanos que eran, se libraban de los problemas mundanos.
En cierta ocasión, a comienzos de 1975, mi padre se fue de casa durante varios días. Tenía que ir “al Consejo” y quedarse allí, me explicó mi madre. ¿Incluso a dormir? Sí, hijo, por eso se ha llevado el saco de dormir. Para un niño de ocho años, eso era algo muy raro de asimilar, pero si ellos decían que era lo que había que hacer, pues no pasaba nada. Como un par de semanas después, volvió para reanudar su vida cotidiana junto con su familia.
Pasaron muchos años hasta que me enteré del resto de la historia. Resulta que en 1975 mi padre y sus compañeros sufrieron una situación que parece calcada de la presente. En una época de crisis económica y política, con un gobierno reaccionario cada vez más cuestionado, los gestores trabajaban sin más planes que sobrevivir otro día. Su capacidad no les daba para más. El CSIC era una buena víctima: no producía ciencia aplicada de uso inmediato, estaba lleno de gente amable que no levantaba la voz ni para gritar gol (bueno, para eso puede que sí), y no tenían poder político. Eran la víctima perfecta para los recortes económicos. Se congelaron sueldos, se cerraron proyectos. La historia no es nueva.
No sé cómo acabó todo, salvo por el hecho de que lo consiguieron. Tras semanas de protestas y presiones, consiguieron aflojar la tenaza. Sólo puedo imaginarme lo que les costó, porque si ahora el gobierno y el ciudadano medio viven de espaldas a la ciencia, imagínense ustedes la situación en tiempos de la dictadura. Fue otro milagro de la época, supongo.
Los siguientes años fueron los que recuerda cualquier español de edad media: transición política, una crisis económica tras otra, incertidumbre, despegue lento y dubitativo. Año tras año, el CSIS fue creciendo en presupuesto y personal. Poco a poco. Parecía que la ciencia iba arraigando en nuestro país, igual que hizo hace siglos en otros países de lo que eufemísticamente llamamos “nuestro entorno.” También parecía que jugábamos en la Champions de la economía mundial, que nuestra marca daba envidia por todo el mundo y que, metidos en la Europa del Euro, éramos imparables. De repente, se levanta viento y nuestro ropaje raído deja ver las vergüenzas. Nos lo teníamos creído y ahora pagamos las consecuencias.
No repetiré las comparaciones que hoy día se hacen, ni calcularé para cuántos años de presupuesto del CSIC daría la actual subvención a la Iglesia, los toros o el fútbol. Eso ya lo han leído ustedes hasta la saciedad. Lo único que sé es que, por vez primera, me alegro de que mi padre ya no viva. Murió hace nueve años, un par de semanas después del 11-M. No, ninguna relación, tan sólo uso la fecha para recordarlo. Se sintió mal, se tumbó en la cama, y falleció como vivió: discretamente y sin molestar. Su querido CSIC sobrevivió, más fuerte y fértil que nunca. Ahora esa casa que fue suya durante media vida está a punto de caer. Otra vez.
Puede que sea la última si no lo remediamos, si los políticos siguen jugando con el chocolate del loro, si la ceguera del corto plazo sigue sin dejarnos ver el futuro.
Y ahora no está mi padre para evitarlo. Pero hay otros.
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